Estuve ausente por un largo tiempo. Me alejé. Volví a la
infancia y con ella, a desear la tan anhelada libertad para luego verme envuelto
en una jungla donde lo único que terminé buscado sin encontrarla, fue la
seguridad. Quise darle incrédulo un capítulo final a mi vida, uno que no
reconozca límites temporales ni espaciales, uno que no acabase sino con mi vida
misma. Siempre resultó que cada capítulo distaba mucho de ser el último ya
desde sus comienzos. Terminaban siendo el preludio de muchos más que se
abalanzaban en busca de alguna insatisfacción.
Por años he mirado cada hoja del roble que cubre la esquina
de la plaza al caminar debajo de él. Por años me ha visto pasar, me ha sentido
pensarlo y he tenido el gusto de oír sus hojas durante noches de invierno. Siempre
me pregunté si algún día después de algún invierno cabría la posibilidad de que
sus hojas no volviesen a brotar. Allí en mi intento por conocer el futuro,
condené a aquel árbol que no molestaba a nadie solo con observarlo y preguntar “¿podría
algún día…?”
Aquel árbol solo necesitaba que la ingenuidad recorriera mis
pensamientos para no plantearme absolutamente nada. Creerlo inmortal, si así lo
veía. Solamente admirar sus hojas que brotaban con el inicio de la primavera. Verlas
todos los días y desear siempre volverlas a ver… apreciarlas.
Sé que he tardado mucho tiempo en darme cuenta de que la
ingenuidad jugará un papel muy importante en lo que resta del camino, a veces siendo
necesario, incluso, olvidarnos de nosotros mismos, de nuestros prejuicios, de
nuestros paradigmas, de nuestros defectos y virtudes.
Comprendí con aquel roble que no volvió a brotar que jamás iba
a obtener respuestas. Que el único camino para entenderte sería el de la
ingenuidad. La misma que necesitaba con aquel árbol, sin importar si el tronco
estaba torcido o si las raíces levantaban las baldosas de la vereda. Lo único importante
era que en algún momento, de sus ramas, brotarían hermosas hojas y ya nada más
iba a importar, por lo menos hasta el próximo otoño.
Nadie ha esperado ni deseado tanto en su vida como el alma
tan joven que hospedas en ese cuerpo. Aunque por años seas desatenta con tus
emociones, aunque desde algún pedestal me mires dándole un guiño al orgullo que
te abraza desde atrás, no creo que seas capaz de dejar caer las lágrimas que
tanto encierras entre los puños por rencor al destino, por temor a la
felicidad, a aquella felicidad que hoy solo nos reclama humildad y amor.
Me he dado cuenta de que es lo que no quiero para poder
desear lo que quiero, para poder pelear, para poder esperar, si es necesario,
con alegría lo que algún día llegará. Ese amor puro, tibio, suave, presente,
atento, confiable, con la dosis justa de libertad y seguridad… tranquilo…
¡Mi perseverancia será eterna desde este preciso instante!
No me importa de la mano de quien ni como llegará. Lo único cierto
es que viviré el resto de mi vida a la espera de que algo tan hermoso llegará,
porque sé que lo hará. Firme a la espera de esa voz que sea capaz de entibiarme
hasta la última gota de sangre y de borrar la más profunda tristeza del otro
lado del teléfono.
Por eso he decidido aferrarme a la incredulidad, a la
paciencia, a esa ingenuidad que sin ponernos barreras nos lleva con variadas
olas a distintos destinos sin rumbo exacto. A ser un iluso y soñar que toda
tormenta por más fuerte que sea, siempre pasará.
He decidido simplemente creer en ese día, un día, en que tu corazón
lata tan fuerte como ha latido siempre el mío. Un día en que sin pensar en las
estrellas podamos verlas abrazados simplemente con cerrar los ojos. En que
podamos respirar y escucharnos exhalar sin desear nada más que eso.
La ingenuidad al fin y al cabo es la que nos permite aceptar, experimentar y volver a empezar de cero una y otra vez.
ResponderEliminar¡Beso!